sábado, 12 de junio de 2010

Primer amor

(golpes suaves y rápidos en la cabeza). ¡No te rías! (sonreí y mordí mi labio), es que no me gustan los besos en la cabeza. ¿Qué? ¡Ah!, ¿estás grabando?

Así, casi sin darnos cuenta empezamos a grabar nuestra historia. Tu pelo se movía con la brisa, como en las películas. Tomamos un helado y nos miramos de reojo. Hablamos sin parar por horas. No hicimos más que eso. Mirarnos, sonreír y retorcernos de alegría.

De a poco empezamos a jugar al amor. No sabíamos cómo era pero igual jugamos. Nuestras salidas eran sin rumbo porque lo importante era estar juntos. Caminamos casi todas las calles porteñas. Te guíe y nos perdimos. Creo que eso se repitió en más de una ocasión, pero todo era motivo para reír y abrazarnos.

Un escalofrío me invadía cuando te tenía cerca. Te veía llegar y parecía que veía un espejo. Éramos dos tontos que se buscaban con la mirada y no es que nos encontrábamos, buceábamos uno dentro del otro.

Sin querer empezaste a formar parte de mi vida. En cámara lenta me diste un beso y mi corazón palpitó como nunca lo había hecho. Con mis manos recorrí la tuya y me detuve en tu uña. Era redibujarte con cada caricia que te hacía. Perderme en tus gestos y sonrojarme cuando me hablabas.

Un hilito de voz salía de tu boca. Me decía palabras sinceras y sentidas. Mis piernas inexpertas temblaban y te envolvían. Nos sumergimos en un mar que exploramos juntos por primera vez. Atrás dejamos el horizonte, las olas rompían sobre nosotros.

Estábamos en balsas distintas y no lo sabíamos. Tus ausencias me ardían como el agua del mar cuando roza una herida abierta. Mis silencios no te lo hacían saber. Mi obsesión me dominaba.

Pasaron los meses, pasó la vida, pasó el amor. Al menos eso pensaba. En tus ojos no veía ese brillo. Tus caricias escribían en mi cuerpo la palabra costumbre. Me costó aceptarlo. Me costó decírtelo, pero lo hice. Con un nudo en la garganta, me estaba despidiendo de vos, mi primer amor. Ese ser especial que resaltaba del resto. Con tus defectos y virtudes me enseñaste lo que es amar. Desprenderme de vos era caminar bajo la lluvia con una luz que parpadeaba, amenazando con apagarse.

Te dije que no te iba a ver más y lo cumplí por dos semanas. Así de firme era mi decisión, así de fuerte era mi debilidad por vos. Vueltas sin sentido, inestabilidad constante.

En una de esas tantas vueltas, me dijiste cosas que sabía pero no quería escuchar. Siempre fui muy torpe y solías reírte con ternura de eso. Pero esta vez no era gracioso. La cinta había llegado a su fin hace un tiempo. La rebobiné sin querer y estábamos grabando encima de nuestros recuerdos. Seguías hablando mientras yo miraba un punto fijo, con la mirada perdida, vacía. Aparecí del otro lado de la habitación, detrás del espejo. Mito urbano que era real. Golpeé con todas mi fuerzas el vidrio para avisarte lo que estaba pasando pero no me escuchaste. Desde ese momento nuestros audios se desfasaron y no nos entendimos más.

Ojos mojados sobre la vereda. Mirada resignada en el colectivo. Escena repetida. Actores cansados de actuarla. Distancia definitiva, destino juguetón. Reconstruyendo mis días te cruzaba en eso que llamamos casualidad. Miradas hechiceras. Escena sin continuidad. Estábamos otra vez, uno en frente del otro. Mirándonos a los ojos, después a la boca y otra vez a los ojos hasta sonreír. Nos fundimos en metales violetas y azules que danzaron a la par. Nos volvimos a despedir, el destino nos volvió a juntar.

Una loca idea me hizo pensar que teníamos que intentarlo, otra vez. Muchos días de sol habían pasado desde que te dije adiós por primera vez. Mis ladrillos estaban más firmes y mi camino ya no estaba desdibujado. El audio no estaba desfasado, pero tus palabras no encajaban con las mías. Dejé atrás a la nena que te presenté y la mujer que soy hoy te dijo un tajante chau. Con la cinta desgastada, tiré el grabador a la calle.

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